Música


"Tempest", el viejo Dylan renovado

Enrique Chuvieco
Comienza con un toque seudohawaiano al estilo del Delta del Missisppi, el ragtime Duquesne Whistle, que abre el trigésimo quinto disco de estudio de Bob Dylan, Tempest. Diez temas que plasman la oquedad de su conciencia, como gusta decir al genio de Minnesota: "Una canción es una experiencia: no hay necesidad de entender las palabras para entender la experiencia. Intentar entender el significado completo de las palabras puede destruir el sentimiento de la experiencia como un todo". Pero no basta la experiencia; es necesario preguntarse siempre: buscar para no caer en el escepticismo. Desconocemos verdaderamente en qué lugar está él; demasiado liderazgo para descubrirse a sus 71 años.
 
El resultado de este disco son historias que hablan de los grandes temas humanos: Dios, soledad, deseo y amor, muerte... El tema que titula el disco, Tempest, dura más de catorce minutos dedicados a describir los horrores del hundimiento del Titanic.
Demasiados minutos para los ignorantes del idioma de Shakespeare y de otros grandes, como es mi caso, en el que nos introduce el autor de Blow in the wind. Así, sin entender nada del valioso zurrón vivencial, expresado con el lenguaje críptico (más oscuro que anteriores discos) del trovador del rock), me pierdo demasiado.
Con todo, la gangosa voz raspada de Bob se basta durante un largo trecho para dejarme imantado en el altavoz. Ha mejorado su interpretación, con lo que ganan sus temas en profundidad y empatía, máxime porque composición, arreglos y melodías van enhebradas con el hilo de oro que traza la historia del rock desde el hipotálamo de quien lleva 50 años fabricando rock desde sus raíces, porque Dylan ha comido tierra para amamantarse de todas sus savias.
Por esto, el Tempest de Dylan nos lleva al origen de la música pop del siglo pasado; lugar que requiere depurarse de modas y realizar un trabajo ascético, como el cine en blanco y negro, pero, cuando se llega, ya no se quiere otra cosa.
 

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