#Geopolítica ¿Quién domina el mundo? por Noam Chomsky

Cuando preguntamos “¿Quién gobierna el mundo?” normalmente asumimos la convención general de que los actores de los asuntos internacionales son los estados, principalmente las grandes potencias, y valoramos sus decisiones y las relaciones entre ellos. 




No es una consideración errónea. Sin embargo, haríamos bien en no olvidar que este grado de abstracción también puede ser sumamente engañoso.

Los Estados, obviamente, poseen unas estructuras internas complejas, y las opciones y decisiones que toman los responsables políticos están muy influenciadas por la acumulación interna de poder, mientras que la población en general a menudo queda marginada. Esto sucede incluso en las sociedades más democráticas, y obviamente en las demás. No podemos obtener una imagen realista de quién gobierna el mundo si ignoramos a los “amos de la humanidad” como los llamó Adam Smith: en su época, los comerciantes y fabricantes de Inglaterra; en la nuestra, los conglomerados de empresas multinacionales, las grandes instituciones financieras, los imperios comerciales y similares. Continuando con Smith, es conveniente asimismo prestar atención a “la vil máxima” a la que se entregan los “amos de la humanidad”: “Todo para nosotros y nada para los demás” —doctrina, por otra parte, conocida como una lucha de clases encarnizada e incesante, a menudo desigual, muy perjudicial para los ciudadanos del país de origen y del mundo.

En el orden mundial contemporáneo, las instituciones de los amos detentan un enorme poder, no solo en el ámbito internacional, sino también dentro de sus propios Estados, de los que dependen para conservar su poder y obtener apoyo económico a través de una gran variedad de medios. Cuando examinamos el papel que desempeñan los amos de la humanidad, nos encontramos con las prioridades de las políticas estatales del momento, como el Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP por sus siglas en inglés), uno de los acuerdos que defienden los derechos de los inversores, erróneamente calificados como “acuerdos de libre comercio” en la propaganda y en las crónicas. Estos acuerdos se están negociando en secreto, aparte de los cientos de abogados corporativos y grupos de presión que están redactando los detalles cruciales. La intención es aprobarlos al estilo estalinista, recurriendo a procedimientos de vía rápida diseñados para bloquear cualquier debate y permitir únicamente optar por el sí o el no (por lo tanto, sí). Los autores de las propuestas suelen triunfar, como es de esperar. La gente queda en segundo plano, con las consecuencias que cabe prever.

La segunda superpotencia

Los programas neoliberales de la generación anterior han concentrado la riqueza y el poder en muchas menos manos, minando la democracia efectiva; sin embargo, también han suscitado oposición, especialmente en Latinoamérica, aunque también en los centros del poder mundial. La Unión Europea (UE), uno de los avances más prometedores del periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial, se ha tambaleado a causa del nocivo efecto de la austeridad durante la recesión, condenada incluso por los economistas del Fondo Monetario Internacional (si bien no por los actores políticos del FMI). La democracia ha sido socavada cuando la toma de decisiones se ha trasladado a la burocracia de Bruselas, con los bancos del norte proyectando su sombra sobre sus reuniones.

Los partidos tradicionales rápidamente han ido perdiendo miembros por la derecha y por la izquierda. El director ejecutivo de EuropaNova, grupo de investigación con base en París, atribuye el desencanto general a “un clima de impotencia y enfado al ver cómo el poder real para moldear la coyuntura ha pasado en buena parte de los líderes políticos nacionales [que, al menos en principio, están sujetos a las políticas democráticas] al mercado, las instituciones de la Unión Europea y las corporaciones”, de un modo bastante acorde con la doctrina neoliberal. En Estados Unidos se están desarrollando procesos muy similares, por razones en cierto modo parecidas, una cuestión relevante y motivo de preocupación no solo para el propio país sino, a causa del poder de EE. UU., para el mundo.

La creciente oposición al asalto neoliberal subraya otro aspecto crucial de la convención general: deja de lado a los ciudadanos, que se niegan a aceptar el papel de “espectadores” (en vez del de “participantes”) que les asigna la teoría democrática liberal. Esta desobediencia siempre ha sido motivo de preocupación para las clases dominantes. Si nos ceñimos a la historia norteamericana, George Washington veía a la gente común que integraba las milicias que estaban bajo su mando como “personas excesivamente sucias y desagradables [que evidenciaban] una inexplicable estupidez entre su clase más baja”.

En "Políticas Violentas", su magistral repaso de las insurgencias desde “la insurgencia
norteamericana” hasta las contemporáneas en Afganistán e Iraq, William Polk concluye que el general Washington “estaba tan deseoso de dejar al margen [a los combatientes que despreciaba] que estuvo a punto de perder la Revolución”. De hecho, “podría haberlo hecho” si Francia no hubiera intervenido de forma masiva para “salvar la Revolución”, que hasta entonces había sido ganada por las guerrillas —que ahora llamaríamos “terroristas”— mientras el ejército al estilo británico de Washington “era derrotado una vez tras otra y casi pierde la guerra”.

Una característica común de las insurgencias victoriosas, recoge Polk, es que, una vez que se disuelve el apoyo popular tras el triunfo, los líderes suprimen a la “gente sucia y desagradable” que realmente ha ganado la guerra con tácticas de guerrilla y terror, por miedo a que cuestionen los privilegios de clase. El desprecio de las élites hacia “las clases más bajas” ha adoptado varias formas a lo largo de los años. Últimamente, una expresión de este desprecio es la llamada a la pasividad y obediencia (“moderación en democracia”) por parte de los internacionalistas liberales que reaccionan ante los peligrosos efectos democratizadores de los movimientos populares de la década de 1960.

En ocasiones los Estados realmente escogen seguir la opinión pública, lo cual produce mucha ira en los centros de poder. Un caso extremo tuvo lugar en 2003, cuando la administración de Bush invitó a Turquía a que se uniera a su invasión de Iraq. El noventa y cinco por ciento de los turcos se opusieron a dicha actuación y, para asombro y horror de Washington, el gobierno de Turquía acató su opinión. Turquía fue vehementemente condenada por alejarse de este comportamiento responsable. El subsecretario de Defensa Paul Wolfowitz, designado por la prensa como el “idealista en jefe” de la administración, reprendió a las fuerzas armadas turcas por permitir dicha infracción del gobierno y solicitó una disculpa. Impasibles ante estas muestras, e infinidad de otras, de nuestra legendaria “ansia de democracia”, los comentarios respetables continuaban alabando al presidente George W. Bush por su dedicación a la “promoción de la democracia”, o a veces le criticaban por su ingenuidad al creer que un poder exterior podía imponer sus ansias de democracia a otros.

La ciudadanía turca no estaba sola. La oposición mundial a la agresión de EE. UU.-Reino Unido era abrumadora. En la portada del New York Times, el periodista Patrick Tyler señalaba que “puede que aún queden dos superpoderes en el planeta: los Estados Unidos y la opinión pública mundial”.

La protesta, sin precedentes en los Estados Unidos, fue una manifestación de la oposición a la agresión que empezó décadas atrás con la condena a las guerras de EE. UU. en Indochina, que alcanzaron gran magnitud e influencia, aunque fuera demasiado tarde. En 1967, cuando el movimiento en contra de la guerra se estaba convirtiendo en una fuerza importante, el historiador militar y especialista en Vietnam Bernard Fall advirtió de que “Vietnam como entidad histórica y cultural… esta amenazado de extinción … [ya que] el campo se muere literalmente bajo los embates de la maquinaria militar más grande que jamás se haya lanzado en una zona de ese tamaño”. Sin embargo, el movimiento antimilitarista devino una fuerza que no podía ignorarse. Tampoco podía ignorarse cuando Ronald Reagan asumió su cargo decidido a lanzar un ataque en Centroamérica. Su gestión imitó fielmente los pasos que John F. Kennedy había dado 20 años antes cuando inició la guerra contra Vietnam del Sur, pero tuvo que dar marcha atrás a causa de la fuertes protestas públicas que no habían tenido lugar a comienzos de la década de 1960. 

A menudo se argumenta que la enorme oposición pública a la invasión de Iraq no tuvo ningún efecto. Me parece una idea incorrecta. De nuevo, la invasión fue suficientemente horrorosa, y sus consecuencias absolutamente grotescas. No obstante, podría haber sido mucho peor. El vicepresidente Dick Cheney, el secretario de Defensa Donald Rumsfeld y el resto de los altos funcionarios de Bush no habrían podido siquiera plantearse la posibilidad de aplicar el tipo de medidas que el presidente Kennedy y el presidente Lyndon Johnson adoptaron 40 años antes sin apenas protestas.

El poder de Occidente bajo presión

Habría mucho más que añadir, por supuesto, acerca de los factores que determinan la política estatal y que se dejan de lado cuando adoptamos la convención general de que los Estados son los actores en los asuntos internacionales. Sin embargo, con unas salvedades tan poco triviales como estas, de todas maneras, vamos a admitir la convención, al menos como una primera aproximación a la realidad. De este modo, la pregunta de quién gobierna el mundo nos llevan inmediatamente a otras preocupaciones como el ascenso al poder de China y cómo pone en entredicho a Estados Unidos y “el orden mundial”, la nueva guerra fría que se cuece en Europa del Este, la Guerra Mundial contra el Terrorismo, la hegemonía estadounidense y el declive estadounidense, y una serie de consideraciones análogas.

Los retos que afronta el poder occidental a comienzos de 2016 los resume de una forma muy útil Gideon Rachman, columnista jefe de política exterior del Financial Times londinense. Empieza repasando la imagen occidental del orden mundial: “Desde el final de la Guerra Fría, el abrumador poder de las fuerzas armadas de EE. UU. ha sido la realidad central de la política internacional”. Esto es especialmente crucial en tres regiones: Asia Oriental, donde “la armada de los EE. UU. se ha acostumbrado a tratar el Pacífico como un ‘lago estadounidense’”; Europa, donde la OTAN —es decir, Estados Unidos, que “representa unas asombrosas tres cuartas partes del gasto militar de la OTAN”— “garantiza la integridad territorial de sus estados miembros”; y Oriente Medio, donde las gigantescas bases navales y aéreas de EE. UU. “existen para asegurar las alianzas e intimidar a los rivales”. 

El problema del orden mundial hoy, continúa Rachman, es que “estos sistemas de seguridad actualmente se encuentran en entredicho en las tres regiones” debido a la intervención de Rusia en Ucrania y Siria, y a que China está haciendo que sus mares cercanos pasen de ser un lago estadounidense a unas “aguas claramente controvertidas”. La cuestión fundamental de las relaciones internacionales es, de este modo, si Estados Unidos debería “aceptar que otras potencias importantes tengan algún tipo de zona de influencia en sus vecinos”. Rachman cree que debería hacerlo, por razones de “dispersión del poder económico en el mundo —combinado con simple sentido común”. Hay, sin duda, formas de mirar el mundo desde distintos puntos de vista. Sin embargo, vamos a centrarnos en estas tres regiones, ciertamente de vital importancia.

Los retos actuales: Asia Oriental

Empezando por “el lago estadounidense”, algunas cejas podrían levantarse ante el informe de mediados de diciembre de 2015 que afirmaba que “un bombardero B-52 estadounidense en misión rutinaria sobre el mar de la China Meridional voló de forma no intencionada a menos de dos millas náuticas de una isla artificial construida por China, dijeron altos funcionarios de defensa, agravando una cuestión de gran controversia entre Washington y Pekín”. Aquellas personas familiarizadas con la siniestra historia de los 70 años de la era de las armas nucleares serán perfectamente conscientes de que este es el tipo de incidente que a menudo se ha acercado peligrosamente a desatar una guerra nuclear total. No hace falta ser defensor de las acciones agresivas y provocadoras de China en el mar de la China Meridional para darse cuenta de que dicho incidente no implicaba a un bombardero chino con capacidad para arrojar bombas nucleares en el Caribe, o frente a la costa de California, donde China no tiene intenciones de establecer un “lago chino”. Por suerte para el mundo.


Los líderes chinos entienden muy bien que las rutas comerciales marítimas de su país están rodeadas de potencias hostiles desde Japón hasta el estrecho de Malaca y más allá apoyadas por la abrumadora fuerza militar de EE. UU.
Por consiguiente, China está iniciando una expansión hacia el oeste con importantes inversiones y maniobras cuidadosas orientadas hacia la integración. En parte, estos proyectos se hallan dentro del marco de la Organización de Cooperación de Shanghai (OCS), de la que forman parte los estados de Asia Central y Rusia, y a la que pronto se unirán India y Pakistán con Irán como uno de los países observadores —un estatus que se le negó a Estados Unidos, al cual se le instó a cerrar todas las bases militares en la región. China está construyendo una versión modernizada de las antiguas rutas de la seda, con la intención no sólo de integrar la región bajo su influencia, sino también de alcanzar Europa y las regiones productoras de petróleo de Oriente Medio. Está invirtiendo enormes sumas en la creación de un sistema comercial y energético asiático integrado, con una extensa red de líneas de ferrocarril de alta velocidad y oleoductos.

Un elemento del programa es una autopista a través de algunas de las montañas más altas del mundo hasta el nuevo puerto de Gwadar en Pakistán, construido por China, que protegerá los cargamentos de petróleo de la potencial interferencia de EE. UU. El programa también puede estimular, y así lo esperan China y Pakistán, el desarrollo industrial en Pakistán, el cual los Estados Unidos no han acometido pese a la enorme ayuda militar, y también podría suponer un incentivo para que Pakistán tome medidas drásticas contra el terrorismo nacional, un grave problema para China en la provincia occidental de Xinjiang. Gwadar formará parte del “collar de perlas” de China, las bases que se están construyendo en el Océano Índico con fines comerciales, pero además para un potencial uso militar, con la expectativa de que China algún día sea capaz de proyectar su poder hasta el Golfo Pérsico por primera vez en la era moderna. Todos estos movimientos permanecen inmunes al abrumador poder militar de  Washington, falto de aniquilación por una guerra nuclear, que también destruiría a los Estados Unidos.

En 2015, China también estableció el Banco Asiático de Inversión en Infraestructura (AIIB, por sus siglas en inglés), siendo el mayor accionista. Cincuenta y seis naciones participaron en la inauguración que tuvo lugar en Pekín en junio, entre los que se encontraban aliados de los EE. UU. como Australia, Gran Bretaña y otros, que se incorporaron a él desafiando los deseos de Washington. Los Estados Unidos y Japón no estuvieron presentes. Algunos analistas creen que el nuevo banco podría llegar a ser un competidor para las instituciones de Bretton Woods (el FMI y el Banco Mundial), en las que los Estados Unidos tienen derecho a veto. Hay ciertas expectativas de que la OCS llegue a convertirse en un equivalente de la OTAN.

Los retos actuales: la Europa del Este

En cuanto a la segunda región, la Europa del Este, se está gestando una crisis en la frontera de la OTAN con Rusia. No es un asunto menor. En su esclarecedor y acertado estudio académico sobre la región, "Frontline Ukraine: Crisis in the Borderlands", Richard Sakwa escribe —algo muy plausible— que la “guerra entre Rusia y Georgia de agosto de 2008 en efecto fue la primera de las ‘guerras para frenar la expansión de la OTAN’; la crisis de Ucrania de 2014 es la segunda. No está claro si la humanidad sobreviviría a una tercera”.

Occidente ve la expansión de la OTAN como algo benigno. No es de sorprender que Rusia, junto con la mayoría del hemisferio sur, tenga una opinión diferente, al igual que algunas voces occidentales destacadas. George Kennan ya advirtió que la expansión de la OTAN es un “trágico error”, y se le unieron veteranos estadistas estadounidenses en una carta abierta a la Casa Blanca en la que lo describían como “un error político de proporciones históricas”.

La crisis actual tiene sus orígenes en 1991, con el fin de la Guerra Fría y el colapso de la Unión Soviética. Había entonces dos visiones contrastadas de un nuevo sistema de seguridad y política económica en Eurasia. En palabras de Sakwa, una era la visión de una “‘Europa más amplia’ con la UE como centro, pero cada vez más cercana a la seguridad euroatlántica y la comunidad política; y por otro lado [estaba] la idea de una ‘Gran Europa’, una visión de una Europa continental, que abarca desde Lisboa a Vladivostok, que tiene múltiples centros, incluidas Bruselas, Moscú y Ankara, pero con el objetivo común de superar las divisiones que tradicionalmente han atormentado al continente”. La respuesta de occidente al hundimiento de Rusia fue triunfalista. Se celebró como un signo del “fin de la historia.”

El líder soviético Mikhail Gorbachov fue el mayor defensor de una Gran Europa, un concepto que también había tenido raíces europeas en el gaullismo y otras iniciativas. No obstante, cuando Rusia se derrumbó bajo las devastadoras reformas comerciales de la década de 1990, esta visión se desvaneció y solo se recobró cuando Rusia empezó a recuperarse y a buscar un lugar en el panorama mundial bajo el gobierno de Vladimir Putin, quien, junto con su compañero Dmitry Medvedev, en repetidas ocasiones ha “llamado a la unificación geopolítica de toda la ‘Gran Europa’ desde Lisboa a Vladivostok, para crear una auténtica ‘asociación estratégica’”.

Estas iniciativas fueron “recibidas con cortés desdén”, escribe Sakwa, se consideraron “poco más que una tapadera para establecer una ‘Gran Rusia’ de manera furtiva” y un esfuerzo por “abrir una brecha” entre Norteamérica y Europa Occidental. Estas inquietudes nos retrotraen al miedo que existía en los inicios de la Guerra Fría de que Europa pudiera convertirse en una “tercera fuerza” independiente tanto de las grandes superpotencias como de las pequeñas, y tendiera a estrechar lazos con las últimas (lo cual podemos ver en la Ostpolitik de Willy Brandt y otras iniciativas).

La respuesta de occidente al hundimiento de Rusia fue triunfalista. Se celebró como un signo del “fin de la historia”, la victoria final de la democracia capitalista occidental, casi como si se le estuviera ordenando a Rusia que volviera a su estatus anterior a la Primera Guerra Mundial como una colonia económica virtual de occidente. La expansión de la OTAN se inició de inmediato, violando las garantías verbales que se le habían dado a Gorbachov de que las fuerzas de la OTAN no se trasladarían ni “un centímetro hacia el este” después de que este accediera a que la Alemania unificada pudiera convertirse en miembro de la OTAN —una extraordinaria concesión desde una perspectiva histórica. Dicha conversación se ceñía a Alemania del Este. La posibilidad de que la OTAN pudiera extenderse más allá de Alemania no se comentó con Gorbachov, aunque se considerada en privado. 

Al poco tiempo, la OTAN empezó a avanzar hasta las fronteras de Rusia. La misión general de la OTAN modificó de forma oficial su cometido para proteger las  “infraestructuras vitales” del sistema de energía mundial, las vías marítimas y las conducciones, y se le otorgó una zona de operaciones de ámbito mundial. Además, bajo una revisión crucial de Occidente de la ahora ampliamente proclamada doctrina de “responsabilidad para proteger”, radicalmente diferente de la versión oficial de O.N.U., la OTAN ahora también puede servir como fuerza de intervención bajo las órdenes de EE. UU.

Especialmente preocupantes para Rusia son los planes de ampliar la OTAN hasta Ucrania. Estos planes se trazaron explícitamente en la cumbre de la OTAN que tuvo lugar en Bucarest en abril de 2008, cuando a Georgia y Ucrania se les prometió un eventual ingreso en la OTAN. La redacción no daba lugar a dudas: “la OTAN da la bienvenida a las aspiraciones euroatlánticas de Ucrania y Georgia para ingresar en la OTAN. Hoy hemos acordado que estos países serán miembros de la OTAN”. Con la victoria en 2004, con la “Revolución Naranja”, de los candidatos pro-occidentales en Ucrania, el portavoz del Departamento de Estado Daniel Fried se desplazó rápidamente hasta allí y “subrayó el apoyo de EE. UU. a las aspiraciones de Ucrania respecto a la OTAN y euroatlánticas”, tal y como reveló un informe de WikiLeaks.

Las inquietudes de Rusia son fáciles de entender. John Mearsheimer, especialista en relaciones internacionales, las ha descrito en el principal periódico de EE. UU., Foreign Affairs. Escribe que “la raíz principal de la crisis actual [relativa a Ucrania] es la expansión de la OTAN y el compromiso de Washington de apartar a Ucrania de la órbita de Moscú e integrarla en occidente”, que Putin consideró como “una amenaza directa a los intereses fundamentales de Rusia”. “¿Quién puede culparle?” pregunta Mearsheimer, señalando que “a Washington puede no gustarle la posición de Moscú, pero debería entender la lógica que hay detrás”. No debería entrañar ninguna dificultad. Después de todo, como todo el mundo sabe, “Estados Unidos definitivamente no tolera que las grandes potencias lejanas desplieguen su ejército en cualquier parte del hemisferio occidental, mucho menos en sus fronteras”.

No hace falta observar los movimientos y motivos de Putin con buenos ojos para entender la lógica detrás de ellos

De hecho, la postura de los EE. UU. es mucho más firme. De ningún modo tolera lo que oficialmente se denomina “el desafío triunfante” de la Doctrina Monroe de 1823, que declaró (pero que todavía no podría aplicar) el control del hemisferio por parte de EE. UU.. Y un país pequeño que lleva a cabo dicho desafío triunfante podrá ser objeto de “los terrores de la tierra” y un embargo aplastante —tal y como le ocurrió a Cuba. No es necesario preguntarnos cómo habría reaccionado Estados Unidos si los países de Latinoamérica se hubieran unido al Pacto de Varsovia, habiendo planes de que México y Canadá también se unieran. La mínima sospecha de que se daban los primeros pasos en esa dirección habría “concluido con unos perjuicios extremos”, por emplear la jerga de la CIA. Como en el caso de China, no hace falta observar los movimientos y motivos de Putin con buenos ojos para entender la lógica detrás de ellos, ni para comprender la importancia de entender dicha lógica en vez de manifestar imprecaciones en su contra. Como en el caso de China, hay mucho en juego, llegando hasta —literalmente— cuestiones de supervivencia.

Los retos actuales: el mundo islámico

Centrémonos ahora en la tercera región de mayor preocupación, el (en gran parte) mundo islámico, también escenario de la Guerra Mundial contra el Terrorismo (GWOT, por sus siglas en inglés) que George W. Bush declaró en 2001 tras el ataque terrorista del 11 de septiembre. O más exactamente, re-declaró. La GWOT fue declarada por el gobierno de Reagan cuando asumió el cargo, con una enfebrecida retórica sobre una “plaga propagada por depravados enemigos de la civilización” (como dijo Reagan) y un “regreso a la barbarie en la época moderna” (en palabras de George Shultz, su secretario de estado). La GWOT original se ha eliminado silenciosamente de la historia. Rápidamente se convirtió en una guerra terrorista homicida y destructora que afligía a Centroamérica, Sudáfrica y Oriente Medio, con consecuencias espantosas para el presente, que incluso derivó en la condena a los Estados Unidos por parte de la Corte Internacional de Justicia (que Washington desestimó). En cualquier caso, no es la historia adecuada para la Historia, así que ha desaparecido. 

El éxito de la versión Bush-Obama de la GWOT puede ser evaluada fácilmente en una observación directa. Cuando se declaró la guerra, los objetivos terroristas se restringieron a una pequeña parcela del Afganistán tribal. Estaban protegidos por afganos, que en su mayor parte les detestaban o despreciaban, bajo el código tribal de la hospitalidad —que desconcertó a los estadounidenses  cuando los campesinos pobres rechazaron “entregar a Osama bin Laden por la, para ellos, astronómica cantidad de 25 millones de dólares”.

Hay buenas razones para creer que una actuación policial bien orquestada, o incluso unas negociaciones diplomáticas serias con los talibanes, podrían haber puesto en manos estadounidenses a los sospechosos de los crímenes del 11 de septiembre para someterlos a juicio y sentenciarlos. Sin embargo, estas opciones no estaban sobre la mesa. En su lugar, la elección reflexiva fue la violencia a gran escala —no con el objetivo de derrocar a los talibanes (que vino después), sino para dejar claro el desprecio de los EE. UU. hacia las tentativas de ofrecimiento talibán de una posible extradición de Bin Laden. No sabemos hasta qué punto estos ofrecimientos eran serios, ya que la posibilidad de investigarlos nunca se contempló. O quizá Estados Unidos únicamente trataba “de intentar enseñar músculo, anotarse una victoria y asustar a todo el mundo. No les importa el sufrimiento de los afganos o el número de personas que perderemos”.


Tal era la opinión del muy respetado líder anti-talibán Abdul Haq, uno de los muchos opositores que condenó la campaña de bombardeos que los estadounidenses lanzaron en octubre de 2001 como “un gran revés” para sus esfuerzos por derrocar a los talibanes desde dentro, un objetivo que creían a su alcance. Su opinión está confirmada por Richard A. Clarke, que era presidente de Grupo de Seguridad contra el Terrorismo en la Casa Blanca bajo el gobierno del presidente George W. Bush cuando se hicieron los planes para atacar Afganistán. Tal y como Clarke describe la reunión, cuando fueron informados de que el ataque violaría las leyes internacionales, “el presidente gritó en la angosta sala de reuniones: ‘No me importa lo que digan las leyes internacionales, vamos a patearles el trasero'”. El ataque también encontró la absoluta oposición de las organizaciones humanitarias más importantes que trabajaban en Afganistán, que advirtieron de que millones de personas estaban a punto de morir de hambre y que las consecuencias podían ser horrendas.

Las consecuencias para un Afganistán pobre años después deberían ser revisadas

El siguiente objetivo del mazo era Iraq. La invasión de EE. UU.- Reino Unido, absolutamente sin pretexto verosímil, es el mayor crimen del siglo XXI. La invasión provocó la muerte de cientos de miles de personas en un país donde la sociedad civil ya había sido aplastada por las sanciones estadounidenses y británicas que fueron consideradas “genocidas” por los dos distinguidos diplomáticos internacionales encargados de administrarlas, y que dimitieron en protesta por este motivo. La invasión también generó millones de refugiados, en gran parte destruyó el país e instigó un conflicto sectario que ahora está desgarrando Iraq y toda la región. Es un dato asombroso de nuestra cultura moral e intelectual que en medios ilustrados y círculos informados se pueda llamar, suavemente, “la liberación de Iraq”.


Sondeos del Pentágono y el Ministerio británico de Defensa descubrieron que solo un 3% de los iraquíes consideraba legítima la función protectora de EE. UU. en su vecindario, menos del 1% creía que las fuerzas de “coalición” (EE. UU.-Reino Unido) eran buenas para su seguridad, el 80% se oponía a la presencia de las fuerzas de coalición en el país, y una mayoría apoyaba los ataques sobre las tropas de coalición. Afganistán ha sido destruida más allá de toda posibilidad de encuestas fiables, pero hay indicadores de que algo similar puede estar ocurriendo allí. Particularmente en Iraq, Estados Unidos sufrió una derrota aplastante, abandonó sus objetivos de guerra oficiales y dejó el país bajo la influencia del único vencedor, Irán. 

El mazo también se empleó en otros lugares, particularmente en Libia, donde las tres potencias imperiales tradicionales (Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos) obtuvieron la resolución 1973 del Consejo de Seguridad y la incumplieron al instante, convirtiéndose en las fuerzas aéreas de los rebeldes. El efecto fue un debilitamiento de la posibilidad de una solución negociada y pacífica; el incremento drástico de las víctimas (por al menos un factor de 10, según el científico político Alan Kuperman); dejar Libia en ruinas en manos de las milicias en guerra; y, más recientemente, proporcionar al Estado Islámico una base que puede emplear para extender el terror más allá. Las propuestas diplomáticas bastante razonables de la Unión Africana, aceptadas en principio por Muamar el Gadafi de Libia, fueron ignoradas por el triunvirato imperial, como analiza el especialista en África Alex de Waal. Un enorme flujo de armas y yihadistas ha extendido el terror y la violencia desde el África Occidental (ahora el campeón de asesinatos terroristas) hasta el Levante, al tiempo que el ataque de la OTAN también enviaba una oleada de refugiados de África a Europa.

Un triunfo más de la “intervención humanitaria” y, tal y como revelan las largas y a menudo terribles crónicas, no demasiado inusual, volviendo a sus modernos orígenes de hace cuatro siglos.


Publicado el 9/10/2020. Este ensayo es un adelanto del nuevo libro de Noam Chomsky, Who Rules the World? (Metropolitan Books, the American Empire Project, 2016).

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